Eteocles y Polinices, hijos de Edipo, se han dado muerte mutuamente ante las puertas de Tebas. El primero, defensor de la ciudad, es distinguido con las mayores honras fúnebres; en cambio, Polinices es condenado a permanecer insepulto y ser pasto de perros salvajes y aves carroñeras, pues osó atacar Tebas.
Éste es el contexto que da lugar al conflicto que se plantea en la obra: la prohibición de enterrar a Polinices bajo pena de muerte. Una ley humana, un simple decreto de un tirano egocéntrico que obra movido por la “hybris”: el orgullo desmedido provocado por Ate y que siempre es castigado por los dioses.
Antígona, una mujer, ni siquiera con status de ciudadano, osa oponerse al dictamen del tirano. Decide arriesgarlo todo, su matrimonio, su libertad, su vida, para cumplir con unas leyes no escritas. Unas leyes que maduran en la conciencia de cada persona y que la hacen discernir el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto.
En este punto, cabría preguntarse si Antígona ha actuado correctamente, es decir, si se ha comportado como miembro de una sociedad que se rige por unas normas establecidas y castiga a los que las transgreden. La respuesta es sencilla: no. Ha hecho caso omiso de la ley impuesta por Creonte, por tanto, ha atacado las decisiones de la máxima autoridad de Tebas y merece sufrir las consecuencias.
Sin embargo, y aunque la ley ha sido promulgada por el omnipotente gobernante de Tebas, éste no deja de ser un simple mortal a los ojos de los dioses, verdaderos depositarios de las leyes. Creonte ha atacado las normas divinas movido por su orgullo, ofuscado por aquella ceguera mental que ya se escenifica en Edipo Rey y que sólo el viejo invidente Tiresias, paradojas de la vida, es capaz de corregir. No obstante, su arrepentimiento llega tarde. Creonte no sólo pierde a su hijo y a su mujer, sino también su credibilidad ante el pueblo de Tebas.
Se cumple una vez más aquella frase atribuida a Eurípides: «a aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco.»